martes, 13 de septiembre de 2011

cuento propio

Mandato




Se encontraba desde que tenía uso de memoria encadenado por sus piernas a un enorme muro de concreto. El guardia de la prisión era el encargado de acercarle algo de alimento una vez al día a través de una rendija en la puerta de acero del cubículo. El ambiente apestaba a humedad y cucarachas. Su piel se comenzaba a ajar por el paso del tiempo. Se llenaban sus manos de manchas, y pequeños surcos en las palmas y cerca de las articulaciones de sus dedos. Se sentía cansado y debilitado.

A pesar del tiempo que llevaba allí recluido, no fue sino hasta hace una semana que pudo entender que el lugar donde se encontraba era su cárcel. Hasta ese momento siempre se había sentido seguro y protegido allí. Eso era todo lo necesario. Seguridad. Creyó ver en el guardia un compañero fiel, autor de la noble tarea de su alimentación. Creyó ver en los muros su resguardo de las aparentes amenazas externas, pero nunca terminó de entender los grilletes en las piernas. Esta fue la clave para descubrir su estado.

Las cadenas atadas a su cuerpo parecían no tener razón de ser. Pronto el pensamiento comenzó a carcomerlo. Día y noche, durante varias jornadas, se dedicó a buscar una solución al misterio de sus ataduras. Su mente era una plétora de interrogantes de imposible descifre. Su pulso se aceleraba y sus ojos se inyectaban de sangre. Golpeaba su mano derecha contra su frente como si eso lograra colaborar con la decantación de las ideas. Envuelto en sus propios nervios, se comía sus uñas, y hasta arrancaba el cabello de su cabeza con ambas manos. Estaba confundido. Su cosmovisión había entrado en crisis por dos estúpidas cadenas.

Fue el día de ayer el de la tragedia. Ahogado en sus pensamientos, decide poner coto al flagelo de las ataduras. Las cadenas no serían más un problema si no existiesen. Al menos no lo serían para él, y eso era suficiente. Obtuvo con ayuda de un cómplice empleado de la prisión, una lima plana para metal, perfecta para llevar a cabo su plan. La lima poseía 30 centímetros de longitud. Su mango era metálico y puntiagudo. Limo durante horas las cadenas, hasta que por fin pudo liberarse de ellas. Festejó llenó de alegría la conquista. Saltó y cantó en voz alta una canción improvisada en el momento. Rió solo y sintió una plena paz interior, pero pronto comenzó a nublarse nuevamente su mente. Ahora temía por su seguridad. Se preguntó qué lo protegería de sí mismo, de su libre albedrío, si no eran las cadenas. La decisión ahora pareció mucho más sencilla, tomó la misma lima que le había dado la libertad y volvió a encadenarse. Hundió el mango puntiagudo varios centímetros sobre el centro de su pecho. El dolor era insoportable, y la sangre fluía a borbotones. Fue un largo rato de agonía. Fue encontrado después de muerto por uno de los guardias.

Enterados de lo sucedido, el resto de los internos miran hoy con agrado sus cadenas, y prefieren no pensar.
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